viernes, 10 de julio de 2009
Blog de Isabel Bono
INVISIBLE
De niña sólo estaba segura de dos cosas, de que podía respirar bajo el agua y de que era invisible. De mayor he seguido siendo invisible, nadie me atiende en las farmacias ni el chino del bazar responde a mi dulce Nihao. Sólo pueden verme los niños y los gatos. Esta mañana todos los niños y los gatos me miraban directamente a los ojos. Todos los niños, sin excepción, me han sonreído. Los gatos no.
THOREAU, MON AMOUR
Los hombres que caminan, los hombres que no saben dónde van, no están perdidos. Alguien que camina no puede perderse. Caminando, lo invisible se hace visible.
ISABEL BONO (De su blog Hojas Secas Mojadas. Accidentes mínimos)
jueves, 9 de julio de 2009
EL HOMBRE LOBO
Cecilia estaba cansada. Cuando llegó a casa arrojó el bolso al suelo y la chaqueta, se quitó el uniforme con toda la brusquedad y rabia que provocan ocho horas en una oficina. Se tumbó en la alfombra y se quedó quieta, mirando al techo. No podía pensar, ni moverse, sólo respirar hondo. Escuchó el ring con el que el teléfono parece amenazar siempre todo momento de calma. Ni se inmutó. Siguió tumbada. El teléfono volvió a sonar. Se arrastró hasta él y acercó el auricular a la oreja como quien sujeta un ladrillo con ambas manos. María había quedado en el bar a las once con las demás. Algo rápido, dijo. Cecilia dijo que sí, que allí estaría. Volvió a tumbarse en el suelo y se arrancó las medias, como si éstas estuvieran a punto de cortarle la circulación sanguínea. Volvió a respirar hondo. Se sentó y se fumó un cigarrillo. Luego preparó algo de cena y se metió en la ducha. Cuando cerró el grifo permaneció allí de pie casi diez minutos. Su cabeza le repetía: ¿Existe algún hombre bueno? De repente, su mente elaboró una especie de rueda de reconocimiento policial, tras la mampara de la ducha del baño, de todos los impresentables que habían pasado por su vida. El mentiroso compulsivo, el infiel, el que va de víctima, el egoísta, el inseguro, el débil al que gusta herir y el egocentrismo puro que se escondía tras todas las cremalleras que había desabrochado. Sintió que no podía respirar. Salió de la ducha, cogió la toalla y se fue a la cocina. Se tomó un whisky y se dio unos golpecitos en la cabeza con el vaso. Sentía los latidos del corazón en la sien izquierda.
A las once llegó al bar. Sus amigas le hicieron un gesto desde el fondo. Se abrió paso entre la multitud y se acercó hasta ellas. Les dijo que iría a la barra a pedir algo fuerte, que seguía perdida, con la misma pesadilla que no le dejaba dormir noche tras noche: un hombre lobo la perseguía por la ciudad, pero su voz era conocida, aunque ella no parecía recordar a quién podría pertenecer.
Cuando se acercaba a la barra, un hombre la agarró por la cintura y le dio la vuelta con fuerza. Cecilia de repente sintió miedo, le miró a los ojos pero no pudo reconocerle. Su voz le resultaba familiar. El hombre le susurró al oído: ¡Buenas noches, Cecilia! Ella, con total solemnidad, como si en su respuesta hallase la ecuación científica cuyo valor cambiaría el mundo, aquello que parecía perseguirla, le preguntó: ¿Tú eres un hombre bueno? El hombre sonrió al principio, luego comenzó a reírse con más y más ganas, hasta que la carcajada se convirtió en una especie de convulsiones que se transformaban en extrañas mutaciones en rostro y cuerpo. Su cara se alargó, le crecieron los colmillos, surgió el hocico de la nada, las orejas puntiagudas, las uñas largas y, en resumen, las fauces del lobo. Cuando la transformación concluyó, éste agarró a Cecilia del brazo y atrayéndola hacia él, mientras con las uñas de la pata derecha le rozaba el vientre -casi el pecho-dijo, con mirada torva y cierto desdén: “Sí, Cecilia, soy un hombre bueno, muy, muy bueno”. Entonces estiró la lengua hasta su mejilla. Cecilia de forma instintiva apretó las piernas. La mujer de al lado hizo lo mismo. Y la de enfrente. Y todas las mujeres del bar.
Dicen que a ciertas horas de la noche ningún hombre bueno puede esconder su verdadero rostro…
Cecilia estaba cansada. Cuando llegó a casa arrojó el bolso al suelo y la chaqueta, se quitó el uniforme con toda la brusquedad y rabia que provocan ocho horas en una oficina. Se tumbó en la alfombra y se quedó quieta, mirando al techo. No podía pensar, ni moverse, sólo respirar hondo. Escuchó el ring con el que el teléfono parece amenazar siempre todo momento de calma. Ni se inmutó. Siguió tumbada. El teléfono volvió a sonar. Se arrastró hasta él y acercó el auricular a la oreja como quien sujeta un ladrillo con ambas manos. María había quedado en el bar a las once con las demás. Algo rápido, dijo. Cecilia dijo que sí, que allí estaría. Volvió a tumbarse en el suelo y se arrancó las medias, como si éstas estuvieran a punto de cortarle la circulación sanguínea. Volvió a respirar hondo. Se sentó y se fumó un cigarrillo. Luego preparó algo de cena y se metió en la ducha. Cuando cerró el grifo permaneció allí de pie casi diez minutos. Su cabeza le repetía: ¿Existe algún hombre bueno? De repente, su mente elaboró una especie de rueda de reconocimiento policial, tras la mampara de la ducha del baño, de todos los impresentables que habían pasado por su vida. El mentiroso compulsivo, el infiel, el que va de víctima, el egoísta, el inseguro, el débil al que gusta herir y el egocentrismo puro que se escondía tras todas las cremalleras que había desabrochado. Sintió que no podía respirar. Salió de la ducha, cogió la toalla y se fue a la cocina. Se tomó un whisky y se dio unos golpecitos en la cabeza con el vaso. Sentía los latidos del corazón en la sien izquierda.
A las once llegó al bar. Sus amigas le hicieron un gesto desde el fondo. Se abrió paso entre la multitud y se acercó hasta ellas. Les dijo que iría a la barra a pedir algo fuerte, que seguía perdida, con la misma pesadilla que no le dejaba dormir noche tras noche: un hombre lobo la perseguía por la ciudad, pero su voz era conocida, aunque ella no parecía recordar a quién podría pertenecer.
Cuando se acercaba a la barra, un hombre la agarró por la cintura y le dio la vuelta con fuerza. Cecilia de repente sintió miedo, le miró a los ojos pero no pudo reconocerle. Su voz le resultaba familiar. El hombre le susurró al oído: ¡Buenas noches, Cecilia! Ella, con total solemnidad, como si en su respuesta hallase la ecuación científica cuyo valor cambiaría el mundo, aquello que parecía perseguirla, le preguntó: ¿Tú eres un hombre bueno? El hombre sonrió al principio, luego comenzó a reírse con más y más ganas, hasta que la carcajada se convirtió en una especie de convulsiones que se transformaban en extrañas mutaciones en rostro y cuerpo. Su cara se alargó, le crecieron los colmillos, surgió el hocico de la nada, las orejas puntiagudas, las uñas largas y, en resumen, las fauces del lobo. Cuando la transformación concluyó, éste agarró a Cecilia del brazo y atrayéndola hacia él, mientras con las uñas de la pata derecha le rozaba el vientre -casi el pecho-dijo, con mirada torva y cierto desdén: “Sí, Cecilia, soy un hombre bueno, muy, muy bueno”. Entonces estiró la lengua hasta su mejilla. Cecilia de forma instintiva apretó las piernas. La mujer de al lado hizo lo mismo. Y la de enfrente. Y todas las mujeres del bar.
Dicen que a ciertas horas de la noche ningún hombre bueno puede esconder su verdadero rostro…
Ana Vega
jueves, 2 de julio de 2009
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