UNA MUJER APALEADA ES UNA MUJER PELIGROSA
Una mujer apaleada es una mujer peligrosa, dijo Sam. Como todas, contestó el camarero con una sonrisa medio torcida. Sam bebía tequila, uno tras otro; masticaba la corteza del limón seco que quedaba, una manera como otra cualquiera de avivar la herida, de rebelarse. El camarero seguía con el mismo vaso en la mano, no conseguía quitar una diminuta mancha de barra de labios que se resistía al agua, al jabón, y a sus manos expertas tras años detrás de la barra. Qué estúpida, susurró Sam, y pidió otro tequila. Cuando el camarero se acercó, él le agarró el brazo con fuerza y mirándole a los ojos, le dijo: Esa rubia no volverá a engañarme. El camarero no soltó el vaso, cuando le dejó libre fue a buscar su décimo tequila. Le dejó la botella al lado y siguió limpiando el vaso. Sam le llamó. Cuando se acercó, vio como los ojos de Sam estaban enrojecidos, coléricos. Sam le agarró la cabeza con ambas manos, como en una extraña plegaria o súplica. Le empujó hacia atrás. El vaso calló al suelo, brillante, sin marca alguna ya. Sam dijo: Las mujeres apaleadas son peligrosas. Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces el camarero pudo ver cómo al alejarse su pierna izquierda dejaba un rastro de sangre.
Una mujer apaleada es una mujer peligrosa, dijo Sam. Como todas, contestó el camarero con una sonrisa medio torcida. Sam bebía tequila, uno tras otro; masticaba la corteza del limón seco que quedaba, una manera como otra cualquiera de avivar la herida, de rebelarse. El camarero seguía con el mismo vaso en la mano, no conseguía quitar una diminuta mancha de barra de labios que se resistía al agua, al jabón, y a sus manos expertas tras años detrás de la barra. Qué estúpida, susurró Sam, y pidió otro tequila. Cuando el camarero se acercó, él le agarró el brazo con fuerza y mirándole a los ojos, le dijo: Esa rubia no volverá a engañarme. El camarero no soltó el vaso, cuando le dejó libre fue a buscar su décimo tequila. Le dejó la botella al lado y siguió limpiando el vaso. Sam le llamó. Cuando se acercó, vio como los ojos de Sam estaban enrojecidos, coléricos. Sam le agarró la cabeza con ambas manos, como en una extraña plegaria o súplica. Le empujó hacia atrás. El vaso calló al suelo, brillante, sin marca alguna ya. Sam dijo: Las mujeres apaleadas son peligrosas. Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces el camarero pudo ver cómo al alejarse su pierna izquierda dejaba un rastro de sangre.
Ana Vega
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