INSTINTO
El viejo solía ir a cazar solo. El y aquel perro gris que le seguía a todas partes desde que apareció junto a la verja. Ya no hacía tanto frío, el invierno dejaba paso a la primavera. Era temprano, las ocho o nueve de la mañana. El bosque parecía el lugar más tranquilo del mundo. La escopeta pesaba más que la última vez, ahora empezaba a notar eso de la edad. El perro le seguía sigilosamente, contento, olisqueando aquí y allá. Hacía casi dos años que no salía de caza. Apenas quedaba nada que mereciese la pena por allí.
Se vislumbraba un claro al fondo, cerca del río. Decidió bajar y dejar que el perro bebiese un poco y echar un vistazo. El río tenía un caudal abundante todavía, nada que ver con el que él había conocido de niño. Todo había cambiado. Ahora estaba solo. Recordó a su padre pescando en ese mismo río, cerca de casa; y cuando él y Tomás se bañaban y resbalaban con las piedras. Junto a ese mismo río había conseguido arrastrar a Teresa, y convencerla de su amor mientras le subía la falda. Ella opuso resistencia pero a él eso nunca le importó ni antes ni después de veinte años de matrimonio. Ahora ella estaba muerta y él seguía allí, de caza, con aquel perro viejo como él.
Un chillido alertó al perro. Salió corriendo hacia arriba, hacia el bosque. El viejo cogió la escopeta en la mano y subió. Cuando iba a llamar al perro recordó que no sabía su nombre, si es que tenía alguno. Silbó. Se paró en seco, intentando escuchar algo. Nada. Ninguna señal. Siguió caminando. Le pareció ver a dos chicos alejarse corriendo. Oyó sus risas y una especie de gimoteo más cerca. Se dirigió al lugar del que parecían huir. El instinto le decía que allí no pasaba nada bueno. Ya no se escuchaba nada, ni risas, ni ninguna voz. El perro apareció de pronto entre los arbustos. Se alegró de verlo, pero no sabía por qué. Odiaba ese perro, le recordaba a él. Era feo y flacucho, tenía todas y cada una de las costillas marcadas. Había recibido más de un golpe, eso sin duda. El perro se acercó moviendo la cola. Traía algo en la boca. El viejo se agachó y lo cogió: era un pedazo de tela, con flores y muchos colores. El perro ladró, orgulloso de su hallazgo. Escuchó de nuevo un llanto cerca, le hizo un ademán al perro para que se callara y se acercó a los arbustos de los que el perro había salido. Vio a una chica semidesnuda, alejándose, torpe, cayéndose al suelo a cada paso. Tenía el pelo alborotado y se alejaba sin rumbo. El viejo decidió que ya era hora de regresar a casa. Eran las doce y tenía hambre. Le hizo un gesto al perro, colocó la escopeta en el hombro izquierdo y se marchó. El perro cogió el pedazo de tela en la boca y siguió al viejo.
El viejo solía ir a cazar solo. El y aquel perro gris que le seguía a todas partes desde que apareció junto a la verja. Ya no hacía tanto frío, el invierno dejaba paso a la primavera. Era temprano, las ocho o nueve de la mañana. El bosque parecía el lugar más tranquilo del mundo. La escopeta pesaba más que la última vez, ahora empezaba a notar eso de la edad. El perro le seguía sigilosamente, contento, olisqueando aquí y allá. Hacía casi dos años que no salía de caza. Apenas quedaba nada que mereciese la pena por allí.
Se vislumbraba un claro al fondo, cerca del río. Decidió bajar y dejar que el perro bebiese un poco y echar un vistazo. El río tenía un caudal abundante todavía, nada que ver con el que él había conocido de niño. Todo había cambiado. Ahora estaba solo. Recordó a su padre pescando en ese mismo río, cerca de casa; y cuando él y Tomás se bañaban y resbalaban con las piedras. Junto a ese mismo río había conseguido arrastrar a Teresa, y convencerla de su amor mientras le subía la falda. Ella opuso resistencia pero a él eso nunca le importó ni antes ni después de veinte años de matrimonio. Ahora ella estaba muerta y él seguía allí, de caza, con aquel perro viejo como él.
Un chillido alertó al perro. Salió corriendo hacia arriba, hacia el bosque. El viejo cogió la escopeta en la mano y subió. Cuando iba a llamar al perro recordó que no sabía su nombre, si es que tenía alguno. Silbó. Se paró en seco, intentando escuchar algo. Nada. Ninguna señal. Siguió caminando. Le pareció ver a dos chicos alejarse corriendo. Oyó sus risas y una especie de gimoteo más cerca. Se dirigió al lugar del que parecían huir. El instinto le decía que allí no pasaba nada bueno. Ya no se escuchaba nada, ni risas, ni ninguna voz. El perro apareció de pronto entre los arbustos. Se alegró de verlo, pero no sabía por qué. Odiaba ese perro, le recordaba a él. Era feo y flacucho, tenía todas y cada una de las costillas marcadas. Había recibido más de un golpe, eso sin duda. El perro se acercó moviendo la cola. Traía algo en la boca. El viejo se agachó y lo cogió: era un pedazo de tela, con flores y muchos colores. El perro ladró, orgulloso de su hallazgo. Escuchó de nuevo un llanto cerca, le hizo un ademán al perro para que se callara y se acercó a los arbustos de los que el perro había salido. Vio a una chica semidesnuda, alejándose, torpe, cayéndose al suelo a cada paso. Tenía el pelo alborotado y se alejaba sin rumbo. El viejo decidió que ya era hora de regresar a casa. Eran las doce y tenía hambre. Le hizo un gesto al perro, colocó la escopeta en el hombro izquierdo y se marchó. El perro cogió el pedazo de tela en la boca y siguió al viejo.
Ana Vega
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